ANTES DE LAS SEIS

Fotografía: Dainis Graveris.

Déjame mirarte un poco… Mirarte antes de que caigas sobre mí con el cabello largo y esos labios que ansían rozar los míos. Hay más de una flor en el florero sobre la mesa de noche y un torcedor quebranto entre las personas que salen a las calles entre bostezos. Ya estás meciéndote al ritmo del alba y tu perfume de la noche anterior llega en un regusto del amor que se pierde con el sudor salado de tu cuello. El tiempo que transcurre en la ciudad relativamente se paraliza con el encuentro de nuestras miradas. Estás proclamando el calor eludiendo el frio de hace apenas media hora. Hay varias cosas predecibles en ese momento, como la ducha por ejemplo o el café. La señora Mery con su perro bajando las escaleras. Intentas ahogar el grito con el resoplo de un aliento frio que compensas divinamente con un beso de tus labios que para tal satisfacción aún se mantienen tibios. Pero me gusta su fragilidad, que se escurra por mis mejillas y apriete imprevistamente cualquier parte de mi rostro, que tu cabello se derrame sobre mí; y entre tus dedos, los míos. Muy lentamente, mis manos se deslizan y se paralizan en el desierto de tus muslos, el calor del amor. Ya ahogaste el grito y ahora no importa nada, ya es momento de tocar el paraíso entre los dos, de acelerar el ritmo del amor bajo ese fuego incandescente, ese mirar infinito hacia el horizonte y la contemplación de la luna, un sentimiento frondoso y estremecedor. Ya es momento de tirar al suelo las sábanas que nos abrigaban y que ahora resultan inútiles, no hace falta nada más que tú y yo. Y lo entendimos muy bien la primera vez y la segunda y la tercera y sí, las veces consiguientes. Sigues siendo mía; yo sigo admirando el fulgor de tu alma y esa dócil fragancia de una rosa inmarcesible. Todavía estás sobre mí en silencio. Me besas, no dejas de pensar en figuras y jardines. Acabas de dibujar mentalmente un tigre en la pared porque te gusta sentir peligro cuando estás conmigo, aunque no eres una guerrera ni yo alguien valiente y no importa, ya nos hemos reincorporado y estás sobre mis piernas dándome los últimos besos de ese efímero minuto. Te pones de pie, sí, la ducha, y por supuesto que sí, cómo no, el café.

Lincol D. Yzaguirre Trevejo.

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